Atentado

Nuestra casa estaba a escasos metros del lugar donde explotó el coche bomba. A esas horas, las 9:15 de la mañana, yo estaba en una clínica realizando mis primeras prácticas tras haber finalizado la carrera. Mi trabajo consistía en llamar a los pacientes que esperaban a ser atendidos en la sala de espera y después escuchar en silencio la charla que la psicóloga mantenía con ellos en el despacho. Había una chica delgada como una brizna de hierba sentada en el sofá. “Anorexia”, pensé. Miré la hoja donde tenía anotados los nombres de los pacientes y las horas a las que estaban citados. La llamé por su nombre y ella levantó su cuerpo huesudo, cubierto por una fina piel carente de grasa. La recibí con una sonrisa —y una lástima contenida—, y sobre su cabeza me fijé en las imágenes que el monitor de televisión emitía en ese momento con el sonido desconectado. ETA mata en Madrid a un magistrado del Supremo, decía el rótulo del informativo. Un coche destrozado, un autobús con toda la parte delantera carbonizada, un despliegue de ambulancias, policías y bomberos. En medio del apocalipsis, una imagen extremadamente familiar aparecía en pantalla. Era una farmacia con los cristales reventados. Esa farmacia, esa calle… La chica me miraba sin saber qué hacer. “¿Puedo pasar ya?, me preguntó. Las hojas que sujetaba se me cayeron al suelo. Era la Avenida de Badajoz, justo en el cruce con la calle Torrelaguna. Había heridos por todas partes.

Me asomé al despacho donde la doctora —en realidad solo era licenciada en Psicología, igual que yo, pero a ella le encantaba que la llamáramos doctora— se encontraba sentada a la espera de que yo le llevara a su próxima paciente. “Ha habido un atentado al lado de mi casa”, le dije apresuradamente. Y me marché corriendo, pensando en mi madre, que estaría muy asustada. Y en mi padre, que solía salir más o menos sobre la hora a la que había estallado la bomba.

Mientras recorría las entrañas de un Madrid aterrado, me acordé de otras personas cercanas que también podrían haber sufrido algún daño. Mi amigo Gonzalo y otros vecinos del edificio. La amante de mi padre. En televisión habían emitido imágenes de su establecimiento, con los cristales destrozados por la onda expansiva. ¿Estaría ella en la farmacia a esas horas?

Subí a la superficie por la salida del metro en la calle Martínez Villergas. Desde allí, a trescientos metros de la tragedia, se sentía el olor a quemado, el lamento agonizante de las ambulancias, el aire viciado de un terror colectivo.

La zona afectada estaba acordonada y había policías por todas partes alejando a los transeúntes. Aún se veían los restos calcinados del coche bomba y del autobús de la línea 53. “Ha muerto también el chófer y el escolta”, escuché en una conversación ajena. Mis ojos buscaban en el caos alguna imagen familiar y, lamentablemente, la encontraron. Ella estaba sentada en el bordillo de la acera y llevaba una gasa ensangrentada tapando parte de su cara. Él estaba justo a su lado, ileso, apoyando su enorme mano sobre el muslo de ella. Traté de traspasar el cordón policial, pero un uniforme azul oscuro me lo impidió. “Mi padre está ahí”, alegué. Señalé con el dedo su figura panzuda y, finalmente, el policía me acompañó hasta él.

Mi padre abandonó por un instante a la mujer herida que me miraba con un solo ojo. Me estrujó en un abrazo tembloroso, aturdido.

—¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo? —me preguntó.

—Estoy bien. He venido al escuchar la noticia.

No le pregunté por ella ni tampoco me acerqué a interesarme por su estado de salud evidentemente maltrecho.

—¿Y mamá? —le pregunté.

—Está en casa —respondió él.

—¿Está bien?

—Supongo que sí.

—¿No has ido a ver cómo está? —le reproché.

Me miró sorprendido, con ese asombro específico que suele preceder a la decepción.

—Virginia, ¿has visto cómo está Natalia? ¿Te has dado cuenta de lo que le ha pasado?

Miré de nuevo a la farmacéutica. Ella había girado la cara y su ojo destapado observaba algún lugar impreciso del infierno alrededor. Me di cuenta, por primera vez en todos esos años, de que aquella mujer no era una simple amante con la que mi padre follaba de vez en cuando. Y, a pesar de todo, no pude soportarlo. Un sanitario del Samur se acercó a ella en ese momento y se agachó para decirle algo que no pude escuchar. Mi padre se separó de mí y llegó a tiempo de acompañar a la farmacéutica al interior de la ambulancia donde iban a trasladarla. Me marché de allí sin despedirme.

Aparentemente, no había daños visibles en nuestro edificio. Cuando entré en el piso, la asistenta que venía cada mañana a nuestra casa se sobresaltó. Estaba sentada en el sofá del salón viendo las noticias. En la pantalla podía verse la misma imagen apocalíptica que acababa de vivir en persona minutos atrás. Tuve una sensación inquietante, como si existiera otra dimensión en la que se pudiera observar el mundo desde fuera.

—¿Cómo está mi madre? —le pregunté.

—Dormida en la cama —respondió ella.

—¿No se ha despertado con el ruido de la explosión?

—No. Creo que debió tomar somníferos en mitad de noche.

Me asomé a su habitación, que aún permanecía en una penumbra anacrónica. Tal vez se acababa de despertar, o quizás el ruido de la puerta la sacó de su sueño.

—Hola, hija. ¿Has tenido un buen día hoy?


En el año 2000 hubo un atentado terrorista muy cerca de la casa donde vivo. Los datos referentes al atentado son reales. El resto es pura ficción.

31 comentarios en “Atentado

  1. jandriya

    Sabes? Mi padre no cogió ese 53 ese día porque se paró a comprar el periódico en el quiosco de la calle Torrelaguna, donde vivía. Y J., al que no conocía yo por entonces, también lo vivió en primera línea, pues al salir del metro para llegar a su trabajo, en Condesa de Venadito, se produjo la explosión y se encontró con la masacre en directo un poco más adelante. Me está contando detalles ahora mismo que te hubiera gustado escuchar para el relato.
    Enhorabuena, magnífico relato como siempre amiga.

  2. Muy buen relato Mayte. Precisión cirujana para describir desde la primera línea una pesadilla que nos tocó a todos vivir de una forma u otra, aderezada con otras microhistorias y un drama familiar. Enhorabuena.

  3. Muy buen relato, Mayte. Me encantan las historias dentro de las historias, como muñecas rusas. Me he quedado con ganas de saber más sobre el hilo familiar. En relación con los atentados, recuerdo alguna vez, de noche, cuando el cielo se volvió rojo de repente y los cristales de las ventanas del piso temblaron en sus marcos. Yo vivía por entonces en Romo, Getxo. En fin, esa es otra historia. Un abrazo para ti.

  4. Me gusta mucho cómo has conseguido entremezclar el atentado con la historia de a pie, consigues describir el horror del atentado sin recrearte y eso hace que llegue mucho más. Algo que ciertos autores consagrados no han conseguido. Enhorabuena, Mayte. Un besote

  5. En esta excelente descripción muestras como la grandilocuencia que justifica el uso de la violencia se entreteje con la vida de los humildes que sufren las consecuencias. Pueden pedir que el poder les perdone, pero estos actos inhumanos permanecerán en nuestra memoria. Un abrazo.

  6. Excelente relato de un período plagado de momentos tan duros como el que describes. Pero siendo el atentado el centro del relato (y muy bien revivido), creas una subtrama que afecta a la protagonista, con el reconocimiento de algo que sospechaba, esa farmacéutica amante del padre. Tramas cruzadas, como vidas cruzadas que convergen una mañana que debería haber sido plácida y no lo fue. Muy bueno, enhorabuena. Un abrazo.

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