Dicen que Donna Tartt tardó diez años en escribir El jilguero. Dicen, junto a algunos de los libros de Jonathan Franzen, que se trata de una de las primeras obras maestras del siglo XXI o, al menos, una de las grandes novelas americanas de nuestro siglo. Como siempre, yo que no soy ninguna devota de los ganadores del Pulitzer ni de ningún otro premio por mucho que la comunidad literaria se haya puesto de acuerdo para encumbrarlo hasta lo más alto, decidí leer este libro simplemente porque contiene algunos de los ingredientes que suelen cautivarme en las novelas que más me gustan. Y bueno, quizás también me dejé llevar por algunas buenas críticas que fui leyendo aquí y allá.
La novela trata sobre la peripecia vital de un chaval que tiene la mala fortuna de sufrir, junto a otras víctimas, un ataque terrorista. No sabemos quién o quiénes son los autores del atentado y ésta es, desde mi punto de vista, una carencia argumental del libro. La bomba explota en un conocido museo de Nueva York justo en el momento en el que su madre y él visitan una exposición. El atentado marca para siempre la vida de Theo por varios motivos: su madre, que es quien tiene su custodia, muere en la explosión; antes de escapar del museo, Theo asiste a un hombre mayor que yace agonizante en el suelo y, por algún motivo, en medio del desconcierto, Theo sigue las indicaciones del anciano y «salva» uno de los cuadros de la sala en la que se encuentran, el famoso «Jilguero» de Carel Fabritius. A partir de ese momento, acompañamos a Theo a lo largo de más de 1.200 páginas a través de su intensa experiencia vital. Lo especial del argumento es que la vida del protagonista estará marcada durante toda la novela por el vínculo con el cuadro «salvado», «robado», «secuestrado» o como quiera que, dependiendo del momento, su propia impresión sobre los hechos le haga juzgar.
Junto a Theo, personaje excelentemente perfilado en su personalidad de joven atormentado por las circunstancias que le han tocado vivir, por la novela discurren otros personajes interesantes, algunos de ellos verdaderamente geniales como es el caso de Boris, el amigo ruso que Theo conoce en Las Vegas y que colabora en gran medida a los giros inesperados que experimenta la obra. Las partes de la novela en las que más me he divertido han sido aquellas en las que aparecía este personaje. Otra de las piezas fundamentales de la novela es Hobie, una figura entrañable que supone para Theo el bote salvavidas al que agarrarse en medio de un mundo que parece haberle abandonado a su suerte.
La novela no se resume simplemente en un buen argumento y unos personajes sólidos, sino que también nos deja reflexiones intensas sobre la vida (o la muerte), aunque no siempre optimistas. De hecho, el libro termina con una larga reflexión final después de un desenlace que quizás no es lo mejor del libro pero que, en cualquier caso, tampoco decepciona.
Sea o no sea una de las grandes novelas contemporáneas, merece la pena leerlo aunque haya que dedicarle un largo tiempo de lectura. Probablemente repetiré con esta autora.