Hace dos días que no sale al balcón a golpear utensilios de cocina, concretamente desde que perdió el cazo de acero inoxidable con el que se calentaba la leche del desayuno todas las mañanas. Echa de menos ese cosquilleo en el estómago, esa sensación placentera de estar formando parte de un acto subversivo, tal vez una revolución, pero ya no se atreve a asomar su cara a través de la terraza. También echa de menos el cazo de cocina con el que preparaba su leche mañanera; aún no ha podido reponerlo porque la ferretería del barrio continúa cerrada. Su hija le ha hablado de una súper tienda electrónica con nombre de selva, pero ella no quiere comprar nada en empresas multinacionales. «Mejor en las pequeñas tiendas de toda la vida», le repite. Su hija le dice a menudo que tiene unas actitudes y unos pensamientos incongruentes, que debería pararse a reflexionar un poco. Ella intenta no hablar mucho de política con su hija porque siempre acaban mal.
Son las cinco de la tarde. Por las ventanas abiertas se cuela un sopor denso que apelmaza el aire de su pequeño piso situado en un barrio obrero de la ciudad. El timbre de la puerta chilla inesperadamente, quebrando la calma espesa de la siesta. La mujer se sobresalta y, de alguna forma, intuye que vienen a por ella. Se acerca a la puerta y pega su ojo legañoso a la mirilla. En efecto, dos policías uniformados esperan al otro lado. Su cuerpo menudo tiembla, no sabe si abrir o esconderse. «No puedo huir toda la vida», piensa, acongojada. Finalmente, abre la puerta despacio y se enfrenta a los rostros hieráticos de dos agentes del orden medio ocultos tras unas mascarillas negras.
– Buenas tardes, señora. ¿Podríamos hablar con usted unos minutos?
La mujer se fija en el objeto que uno de los policías sostiene en sus manos. Es su cazo de acero inoxidable envuelto en una bolsa de plástico transparente.
-Sí, pasen, pasen -dice ella, dispuesta a colaborar con la justicia.
Uno de los policías, el mayor de los dos, acomete la cuestión sin rodeos.
-¿Recuerda qué hacía usted el martes pasado a las nueve de la noche?
Ella frunce el ceño, arruga la nariz en un gesto teatral fingiendo que hurga en su desgastada memoria.
-No lo recuerdo, pero imagino que estaba aquí en casa.
Entonces, ese mismo policía extrae un teléfono móvil del bolsillo y le enseña la pantalla, donde se reproduce una inquietante grabación. En el vídeo aparece la fachada de su edificio. Algunas cabezas asoman por los balcones, entre ellas la suya. Puede verse perfectamente cómo golpea su cazo con una espumadera y cómo, de repente, la cazuela se le escapa de las manos y desciende en caída libre los seis pisos hasta chocar sobre el espacio blanco y yermo de una calva, que inmediatamente se desploma sobre el suelo de la calle.
-¿Se reconoce en esta grabación? -le pregunta el agente.
Siempre es el mismo policía el que habla. El otro se mantiene silencioso y observa el cazo, se fija especialmente en una mancha ocre pegada en la base. Podría ser sangre sedimentada o solo un poco de leche requemada.
-Sí, lo siento mucho… Fue un accidente, el cazo se me escapó de las manos.
-Entendemos que los accidentes ocurren, pero en lugar de bajar a la calle y ver cómo estaba la persona a la que golpeó, se metió usted en su casa y se escondió.
«Sí, se escondió como una rata en su madriguera», piensa el policía silencioso. Pero no lo dice en voz alta.
-Lo lamento mucho, fue un acto reflejo, ni siquiera sabía lo que hacía. ¿Cómo está ese hombre?
-Muerto -responde el agente-. Lamentablemente, tiene usted que acompañarnos a comisaría. Por favor, póngase una mascarilla y venga con nosotros.
-¿Yo? Por favor, si solo soy una anciana, una pensionista…
La mujer camina hasta su dormitorio. Abre el cajón de la cómoda donde almacena su nutrido arsenal de mascarillas: higiénicas, de tela, FP2 sin válvula… Mientras piensa en cuál de ellas será más conveniente para entrar en una comisaría, recuerda una frase que leyó hace poco en alguna parte o que escuchó en la tele, algo sobre los efectos colaterales de la revolución. ¿Se referiría a este tipo de efectos el que escribió aquello?
Pues ya es mala suerte, pobre mujer y sobre todo pobre calvo…
A partir de ahora tapa de sartén y sin que sobresalga.
Un besote
Pobres, sí, ambos son víctimas de los tiempos revueltos que vivimos. He tratado de tirar de humor negro, pero no sé si lo he logrado. Un beso.
Sí que lo has logrado, está muy bien y abre la puerta a la reflexión…
Vaya historia. La pobre señora ni se imaginó lo que le iba costar haber tocado su cazo. Como siempre, un relato genial, digno de tu pluma.
Saludos
Manuel
Muchas gracias, Manuel. He tratado de deslizar una crítica debajo de este relato disfrazado de humor negro. Pero con mucho cuidado, pues aquí en España el ambiente está muy calentito. Un abrazo, amigo.
Si he leído por lo que está pasando con la política. Los excesos a la orden del día. De todas formas salió de lo mejor el relato. Saludos Mayte.
Ese sería un efecto colateral no intencionado. Otra cosa hubiera sido si la señora, con toda maldad, hubiera querido cargarse al calvo. 😀
Saluditos Mayte! 😉
La última frase la he puesto con segundas intenciones. En cualquier caso, la pobre mujer no tiene culpa de nada, efectivamente. Ella es también un efecto colateral. Saludos.
Las caceroladas las carga el diablo, como los grupos de whatsapp…
Muy conseguido.
Gracias, Paco. El humor negro no es lo mío, pero a veces me salen relatos que intentan serlo. Un abrazo
Tanto darle a la cacerola tenía que tener alguna mala consecuencia.
Pobre calvo!!
Demasiada cacerolada, sí… Pobre calvo y pobre señora, ambos son efectos colaterales. Un abrazo
Muy bueno, Mayte, como siempre.
Un abrazo.
¡Muchas gracias, Aránzazu! Abrazos
Sí, es uno de los tantos efectos colaterales que puede traer una revolución. La mala suerte fue de ambos, porque mala intención no hubo. Si son justos, no debería pasar mucho tiempo en volver a casa, pero ya sabemos cómo funcionan los trámites judiciales, al menos en mi país, ¡nada de rápido!
Bueno el relato, siempre escribes muy bien, Mayte, aunque antes ya te lo haya dicho, pero es la pura verdad.
¡Un abrazo muy grande y fuerte! (Siempre vienen bien)
Muchas gracias, Sari, aprecio mucho tu opinión. En Espala la justicia también va lenta, no sé si tanto como en Chile. Afortunadamente es un relato de ficción, aunque podría suceder… Un abrazo fuerte
Muy negro y muy bueno 🙂
Enhorabuena, Mayte
Mil gracias, Capitán.
¡Muy bueno, Mayte! Me he sentido como la señora del relato echando mano de la mascarilla para ir con los policías…Visto el modo de fallo de la cacerola, ya entiendo el modus operandi de algunos (y esto lo he visto), que es grabar el sonido de las caceroladas para reproducirlo luego en el móvil. Un abrazo y que sigas bien.
Jajaja.. ¿en serio? ¿La gente graba las caceroladas? Qué cutre todo, aunque sí, es mucho más seguro que el método tradicional. Abrazos, Jorge
Siempre hay efectos colaterales en casi todo lo que hacemos. Aquí se juntó con la mala suerte y tu maravilloso humor negro. Me imagino la escena eligiendo la mascarilla más conveniente jejeje. Un abrazo colateral por las circunstancias claro.
Tienes razón, todos nuestros actos, por simples que sean, tienen repercusiones. Otro abrazo colateral y con mascarilla.
Mascarilla y guantes para el contagio y ahora por si acaso salir con el casco puesto por si llueven cazos. ¡Vaya veranito que nos espera!. Un besazo.
Un texto muy original.
Jajaja.. Sí, habrá que ponerse un casco por si llueven cacerolas. Un abrazo, Carlos
Mayte, un placer leerte y conocer tus escritos. En estos tiempos, hagamos lo que hagamos, todo repercute de alguna manera. Me ha gustado tu relato.
Besicos muchos.
Muchas gracias, Nani, por visitar mi blog. Tienes razón en que todos nuestros actos, en mayor o menor medida, tienen consecuencias. Un beso.
Eso le pasó por no tener un seguro para caceroladas…
Me ha encantado
Jaja… Deberían incluirlo en los seguros de hogar. Gracias por pasarte y comentar. Un saludo