No quería estar ahí, pero no tuve más remedio que ir. Habíamos acudido todos y ocupábamos más de la mitad de aquella pequeña iglesia. El cura no paró de decir estupideces en toda la misa. “Ha pasado a mejor vida”, decía. Dudo mucho que sus padres, sentados en la primera fila con el rostro devorado por el sufrimiento, creyeran verdaderamente que su hija de dieciséis años había pasado a una vida mejor.
Un profesor leyó un pequeño fragmento exaltando las virtudes de Rebeca. No reconocí a mi compañera de clase en aquellas palabras edulcoradas que parecían referirse a otra persona. De repente se había esfumado el recuerdo de sus cuatro o cinco expulsiones del colegio, de la paliza que le metió a Ana aquel día en el patio, rodeada de un séquito de niños de papá ávidos de trifulcas. Sin embargo, escuché a mi alrededor un gimoteo profuso y un considerable ajetreo de pañuelos sorbiendo mocos. Traté de averiguar si también mis amigos lloraban la muerte de Rebeca, pero Ana ocultaba su rostro con su larga cabellera negra y los demás estaban sentados en el banco de atrás. Quería llorar, pero no podía, y empecé a sentirme terriblemente mal.
Junto al féretro había un sinfín de coronas de flores, una de ellas con el nombre de nuestro colegio. Yo miraba el ataúd y no terminaba de creer que ahí dentro estuviera Rebeca, con su cuerpo grande comenzando a descomponerse y su gesto pendenciero convertido en un semblante inexpresivo. Me habría parecido menos extraño que hubiese sido mi madre quien estuviera ahí metida. Al fin y al cabo, Rebeca encontró la muerte de forma fortuita, una enfermedad imprevista, y mi madre había deseado morir al menos durante un instante. La muerte era injusta y, sin embargo, a mí me había favorecido. Imaginé a la muerte haciendo un trueque, cambiando la vida de Rebeca por la de mi madre.
Empecé a marearme. No quería llamar la atención en un momento tan delicado, así que me quedé sentada en el banco, las manos apoyadas en la cara, con la esperanza de que todos creyeran que estaba llorando. En esa posición, con los ojos cerrados sobre mis manos, visualicé a mi madre encerrada en un féretro como el de Rebeca. Olía a incienso y un coro cantaba, solemne, “Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad”. Mi madre, muerta, con las manos cruzadas sobre el pecho y un vestido blanco y largo cubriendo su cuerpo lechoso. Y fue entonces cuando derramé la primera lágrima.
En los siguientes enlaces puedes leer otras historias de este mismo grupo de amigos:
© Mayte Blasco
Impresionante Mae. Me ha gustado mucho.
Besicos muchos.
Mil gracias por pasarte y dejarme tu comentario, Nani. Un abrazo
He cerrado mi tarde de la mejor manera. Tus relatos nunca decepcionan. Siempre dejan ese sabor de que sean más largos para poder disfrutar de tu narración. Una mejor semana para ti Mayte.
Muchas gracias por dejarme siempre tus comentarios, me alegra que mis relatos te gusten. Un abrazo, Manuel.
No hay nada mejor que leerte. Buena semana.
El complejo mundo de los sentimientos que tú has sabido plasmar tan bien en este relato.
Besos, Mayte
Muchas gracias, Paloma. Un abrazo fuerte
Un relato muy interesante. Me ha recordado un capítulo de mi segunda novela «Alma de cántaro» por las cosas que se piensan mientras escuchas las palabras, casi siempre sin sentido, que se dicen en un funeral.
Buen lunes lunero cascabelero, Mayte.
Muchas gracias, Chelo. Así es, cuando muere alguien pocas cosas pueden decirse, en realidad. Feliz semana. Un abrazo.
Los sentimientos son como son, al margen de las circunstancias que nos rodeen. Un relato espléndido. Saludos
Muchas gracias, Sabius. No se pueden enterrar los sentimientos de los vivos como se hace con el muerto. Un saludo
La verdad es que los discursos de los funerales dan para más de una tesis…
Un gusto leerte, como siempre. Un abrazo, Mayte 🙂
Mil gracias por leerme, Capitán. Un abrazo
En el recogimiento del templo, cada uno se enfrenta orando a sus propios miedos. De nuevo escribes una imponente descripción. Un abrazo.
Muchas gracias, Carlos. Un abrazo
Muy buen relato, Mayte…Deja flotando una sensación curiosa en el cuerpo, y da que pensar. Yo me siento muy incómodo en los funerales: sea alguien cercano o lejano, siempre tengo la sensación de no saber cómo sentirme o qué decir. Por poner una nota de humor negro, supongo que esto no me pasará en el mío…¡Un fuerte abrazo!
Gracias, Jorge. A mí me pasa lo mismo, nunca sé qué decir en esas situaciones.
Un fuerte abrazo
Está bien el relato. Lo primero que me ha sorprendido es lo mucho que me ha gustado la foto. Qué bonita, por todo… el ataúd blanco, las flores, la capilla… la encuentro relajante y hasta algo hipnótica, aunque suene exagerado.
Lo segundo, me he reído con las barbaridades cometidas por la finada y ahora pasadas por alto, como lo de la paliza. Lo cual muestra cuánto idealizamos a los difuntos o a cualquiera que rindamos un homenaje, obviando puntos oscuros.
Si a todo ello le juntamos las frases absurdas y tópicas de los funerales, la parafernalia religiosa del catolicismo… pues ya lo tenemos… una estampa costumbrista, previsible y hasta cómica.
Me interesa ese devenir o deambular mental de la protagonista, cuando empieza con sus elucubraciones sobre la muerte de la madre, posibles trueques y la mezcla de sentimientos. Típico del pensamiento cuando se pone a jugar o a volar, que es casi siempre (mientras nos dejemos llevar).
En fin, es lo que hay. La muerte nos sigue impactando y costando de asimilar. «Me consuelo» pensando que algo de mí no morirá, o perdurará, aunque es una idea muy personal. Pero supongo la tiene mucha gente. Me pregunto también si esta profunda noción es justamente una de las causas de nuestra incredulidad. No sé, no hablo de «alma»… sino de niveles de conciencia o de ser. Algo que justamente no es «yo». El lenguaje se vuelve engañoso. En fin, son solo mis fuertes convicciones, pero a la vez algo sobre lo que siempre he reflexionado. El gran enigma de si somos solamente el cuerpo, un vehículo, un chasis… una cáscara de nuez, una piel de plátano.
Jajaja, lo estoy haciendo a propósito. Pero sí, una muerte me puede llevar a todas estas preguntas que… el pensamiento jamás va a resolver.
Abrazos.
Gracias, What. La foto la descargué de Pixabay, no es mía. Sin duda se idealiza mucho a los difuntos, todos somos maravillosos cuando morimos. Yo soy bastante atea, por desgracia, y creo poco en que algo de nosotros quede tras la muerte. Ojalá me equivoque… Un abrazo
Es sorprendente como cambia la muerte a las peores personas, cambiándolas por buenas. Me encanta como escribes, no sé que pasa con el blog, dejo de seguir a personas que me encanta leer, me pasa contigo y con Julie, no sé si la conoces.
Besos.
No te preocupes, María. A mí hace poco me pasó lo mismo con Sadire. Dejé de seguirla, pero no de forma consciente… A veces WordPress va por libre. Un abrazo, amiga.
Hay que llorar por quien lo merece de verdad.
Saluditos Mayte.
Desde luego, Little. Un abrazo
Sí que lo había leído y también comentado pero no lo asociaba con los nombres. Entonces puede continuar …
Puede continuar y continúa… ¡Gracias por leerme, Paloma!
Pingback: Llamadas telefónicas – El blog de Mae
Pingback: Al fondo a la derecha – El blog de Mae
Cuando era un niño, me costaba dar el pesame a los mayores y fue algo que superé muy tarde, aún hoy, no sé bien como actuar…
Yo nunca sé qué decir en esas situaciones. Solo sé dar abrazos, y ahora no se puede…