La forja de un rebelde (I): La forja

la-forja-de-un-rebelde-iPrimera parte de la trilogía «La forja de un rebelde», la obra autobiográfica que Arturo Barea publicó en Londres durante el exilio. Primero fue publicada en inglés y la primera edición en castellano apareció en Buenos Aires en 1951, aunque en España estuvo prohibida por la censura hasta 1977.

He pasado unas semanas absolutamente fascinada con la lectura de este libro, hasta el punto de retomar la escritura en este blog que tenía abandonado desde hace un tiempo para poder publicar una reseña extensa que, fundamentalmente, me sirva a mí misma para recordar el libro en el futuro.

En esta primera parte, Barea cuenta su infancia, que vivió dividido entre dos mundos: el de su madre, viuda y pobre, que trabajaba de lavandera y vivía en Avapiés (ahora Lavapiés), el barrio más pobre por entonces de Madrid; y el de sus tíos, que lo medio adoptaron al morir su padre y pertenecían a una burguesía acomodada que vivía junto al Palacio de Oriente. Esta circunstancia, la de vagar entre el mundo de los pobres y el de los ricos, sin pertenecer verdaderamente a ninguno de los dos, será una constante en su infancia, replicándose también en el colegio, donde era uno de los pocos niños pobres becados que estudiaba bachillerato como los ricos, pero sin estar integrado del todo con ellos.

Barea relata una descripción detallada del Madrid de principios del siglo XX. Sorprende que solo ha pasado algo más de un siglo de ese Madrid tan distinto al que es hoy. Los nombres de las calles son los mismos, y también se reconocen algunos edificios y monumentos. Pero todo lo demás ha cambiado. Donde hoy hay cientos de restaurantes y tiendas para turistas, Barea describe posadas, talleres de artesanos, establos para mulas… Y campo, mucho campo: «En el Puente de Segovia termina Madrid y empieza el campo».

Sorprende también que la madre de Barea -que quedó viuda- sea la criada de su tío, el hermano de su padre. Señoras y criadas dentro de la misma familia. El clasismo de la sociedad de la época se observa en múltiples detalles: en la iglesia de Navalcarnero, por ejemplo, Barea dice que en los bancos y en las sillas solo se sentaban los «señoritos», y los campesinos en el suelo; en el colegio separaban a los niños pobres, que estudiaban gratis, de los que pagaban.

Muy interesante también lo que cuenta sobre la vida en los pueblos de su familia, donde veraneaba: Brunete, Méntrida y Navalcarnero. Una vida humilde de mucho trabajo en el campo. Relata costumbres y modos de vida hoy desaparecidos, como la labranza con trillos tirados por mulas o el trabajo en la fragua de los herreros artesanos. Algunas tradiciones son crueles y desagradables, sobre todo las que tienen relación con el maltrato animal ( no sólo el toreo, sino también el martirio por diversión a otros animales). En este sentido, Arturo Barea muestra una sensibilidad precoz y casi anacrónica. De los habitantes de Brunete dice: «Lo único que les divierte son los toros. Y en esto demuestran lo brutos que son».

La violencia se percibe también en el trato a los niños, por ejemplo en el colegio, donde algunos curas golpeaban a los chicos a veces incluso con el consentimiento paterno. No obstante, de algunos curas (especialmente de uno, el padre Joaquín) habla con mucho cariño y respeto y cuenta anécdotas maravillosas.

Hay numerosas alusiones a la comida y la bebida, y en este punto me ha llamado la atención la costumbre de dar vino y café a los niños.

Muy sorprendente es también la natalidad y mortalidad de la época. Una de las abuelas de Barea tuvo 25 hijos, pero lo más increíble es que todos murieron antes que ella.

El libro aporta cientos de curiosidades sobre el Madrid de la época: como la librería-editorial que abrió Blasco Ibáñez en la calle Mesonero Romanos, donde vendía buenos libros a precios populares con la idea de que los españoles leyeran más (aunque los curas del colegio les prohibían leerlos porque decían que Blasco Ibáñez era un «anarquista muy malo»); o la existencia de un » explicador» en el cine Callao que explicaba al público las películas; o la escuela protestante que había en la calle Mesón de Paredes y los intentos de la reina madre, María Cristina, por cerrarla.

Sorprende también la cantidad de mendigos y gente pobre que pululaba por Madrid en aquella época. Barea los describe con un realismo preciso y fascinante, y se observa una predilección del autor por las personas más débiles y vulnerables, a las que a menudo se refiere con ternura.

Hay una evidente crítica a la corrupción de la Iglesia católica: sacerdotes que se repartían el dinero del cepillo para jugar a las cartas y que usaban los ataúdes y huesos de los muertos del cementerio para encender lumbres; personas que pagaban grandes cantidades de dinero para tener bendiciones e indulgencias… Barea, que era un chico muy inteligente, se da cuenta, además, de que la religión y la ciencia son incompatibles y eso hace que su fe se tambalee. El mundo es un lugar injusto y Dios no castiga a los malos sino al revés: «Los únicos buenos son los que tienen dinero y todos los demás son malos». «Sé lo que son los ricos y los pobres. Sé que soy un pobre y no quiero nada de los ricos».

Sin embargo, el Barea adolescente se da cuenta de que muchas veces lo que marca la diferencia no es sólo el dinero, sino la clase social: «Resulta que hasta en las gentes que tienen dinero hay categorías». Y pone un ejemplo de cuando entra a trabajar en un banco, donde no tratan igual a un comerciante rico que a un marqués, aunque el comerciante tenga mucho más dinero que el marqués.

Se exponen también los problemas y desigualdades en el mundo laboral: la explotación infantil, el maltrato de jefes a empleados, jornadas de trabajo maratonianas, sueldos miserables… Las anécdotas que cuenta sobre la actividad bancaria de la época, todo el juego sucio y falta de ética de los bancos -que es algo que, por desgracia, continúa en la actualidad- ponen los pelos de punta.

En este contexto, Barea habla también sobre un sindicalismo que ya empezaba a ser fuerte entre la clase obrera , pero que apenas existía en profesiones como la suya (empleado de banco), a pesar de que los profesionales de su sector sufrían importantes abusos. Se menciona la lucha de Pablo Iglesias en el congreso, las protestas callejeras contra Maura y las cargas policiales contra los obreros manifestantes.

Hacia el final del libro cuenta sus primeras experiencias sexuales y expresa algunas opiniones respecto al sexo bastante adelantadas a su época: «¿Por qué no puede todo el mundo hacer lo que le de la gana? Me gustaría acostarme con las chicas y a ellas les gustaría acostarse conmigo, pero no puede ser».

El final de esta primera parte me ha gustado mucho, un final acorde con la personalidad rebelde que va forjándose en el Arturo Barea de la infancia.

11 comentarios en “La forja de un rebelde (I): La forja

  1. Paco Mendoza

    Bendito Barea, que te ha hecho volver. Han cambiado muchas cosas, sí, pero los más ancianos del lugar hemos trillado en la niñez, y luego hemos visto cómo las monjas tenían dos entradas en sus colegios, no una para los residentes y otra para los pisos turísticos, sino para ricos y pobres, respectivamente. Impagable lo del explicador de películas, papel hoy desempeñado gratuitamente por algunos maridos que no confían mucho en las entendederas de sus legítimas…

  2. Encontrar un escritor que conozca ambos mundos (el de la pobreza y la riqueza) de mano directa, que exponga su intimidad y que se adelante a su época no es fácil. Me ha provocado leer este testimonio tan genuino de una España que ha quedado atrás (al menos en parte). Gracias, Mayte, por compartir.

    1. ¡Hola, Carlos! Cuánto tiempo… La verdad es que tengo el blog muy abandonado. Últimamente ando más en redes sociales. Este escritor es tremendo. A ver si leo las otras dos partes y las reseño también. Un abrazo y feliz Navidad.

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